Vanas esperanzas

>> jueves, 29 de octubre de 2009

Llega un momento en el que después de esperar y desesperar empiezas a pensar que quizá no ha sido suficiente para crear curiosidad o atraer la atención de alguien. Llega un momento en el que te das cuenta de que el resto del mundo (sin generalizar aunque suene a eso) no piensa como tú, que una cita es un compromiso, es aceptación, es una floja pero latente esperanza de encontrar lo que en determinado momento se busca, que es una palabra... Es en esos momentos cuando aprecio mucho más lo que tengo: los momentos en los que no puedo tenerlo, en los que me falta...

Una parte de mí se niega a volver a confiar, la otra no puede evitarlo... Batalla constante e indefinida.

Y también es entonces cuando te echo de menos, sí, a ti, mi mejor amiga, la única que me conoce, la única que me acompaña... La única.

A veces nada más importa.


Catarsis

>> sábado, 17 de octubre de 2009


Gnosis

>> jueves, 15 de octubre de 2009


Sólo quedaban ruinas y una nube de polvo flotando en el aire que se extendía con los estertores de mi imperio. Había presenciado las postrimerías de mi clarividente utopía siniestra y no había hecho nada. Conocía el antídoto contra la pandemia de autodestrucción, pero me había confiado y había llegado demasiado tarde. Tendría que construirlo de nuevo, una vez más, piedra a piedra, con mis propias manos, ignorando inclemencias climáticas, horas sin luz y cansancio.

Ni siquiera el templo había resistido, mi templo de los sueños, cuya divisa era la libertad. Ojalá pudiera volver al momento de esplendor en el que ese imponente y majestuoso edificio acogía en sus entrañas el culto a dioses de todas las eras espaciales y de todas las culturas sin distinción, excepción ni menoscabo, que aceptaban el esfuerzo como ofrenda para engendrar y traer a este mundo a los deseos desde su dimensión onírica.

Vi a lo lejos algo que brillaba entre los escombros; me acerqué, lo extraje y limpié su superficie. Era un libro con una insignia en la portada y otra en el lomo. Eran mi insignia y mi libro: "Gnosis". En él había recogido la sabiduría de todos cuantos habían pasado por el templo. No estaba todo perdido. Abrí el libro, pasé sus hojas una por una, sin prisa, acariciándolas con nostalgia. Incluso repetí en voz alta algunos fragmentos, como tratando de que las piedras que yacían inertes y amontonadas arbitrariamente, se impregnaran de las palabras, cobraran vida y se elevaran formando columnas, arcos, paredes y techos.

El conocimiento seguía ahí, intacto, sólo debía llevarlo a la práctica para inventar un nuevo comienzo, y con los sentimientos encallados entre la vida y la muerte, me inventé de nuevo.

Sueños de paz

>> lunes, 12 de octubre de 2009


Sin duda ese brillo provenía del Sol; pero no era el mismo que solía aparecer tímidamente en esta época sobre estas tierras cubiertas de musgo y melancólicos ocasos. Era diferente, más resplandeciente, más cercano y lo suficientemente cálido como para secar cualquier mancha mohosa y las goteras más lloronas de la vieja y destartalada casa en la que me encontraba.

Y así fue; al tiempo que abrí los ojos completamente, pude ver a través del espacio entre las uniones de las tablas de madera de las paredes, como ese inmenso astro se envalentonó sobre mi cabeza y, en cuestión de segundos, desapareció hasta el más mínimo rastro de enfermiza humedad. De repente, con un leve movimiento casi involuntario, el suelo crujió bajo mis pies; una diminuta lagartija surgió de uno de los agujeros que había dejado uno de los nudos de los tablones y jugueteó confiada sobre mis zapatos.

No me había movido, al menos no físicamente, pero no estaba en el mismo lugar.

Me agaché, cogí con delicadeza al pequeño animalillo juguetón, lo puse sobre el dorso de mi mano izquierda y salí al exterior. La casa ya no era un habitáculo lúgubre que absorbía la luz como un agujero negro, ahora la reflejaba; se había convertido en una especie de refugio sustentado por las poderosas ramas del árbol de la imaginación y la fantasía.

Ahí era donde me encontraba, en mis fantasías. Había viajado hasta ese mundo justo cuando la guillotina de la realidad amenazaba con caer impía sobre mi cuello. Justo a tiempo.

El campo era de un verde tan brillante que parecía una alfombra tejida con esmeraldas. El oleaje que el viento provocaba en la hierba era casi hipnótico. Era imposible que fuera más verde en ningún otro lugar. Me descalcé para sentir bajo mis plantas ese esponjoso e infravalorado placer, y después de caminar unos metros, me tumbé para entregarme sin reservas a mis sueños de paz.

Campo de Agramante

>> domingo, 4 de octubre de 2009

Abrí los ojos como si me hubieran empujado violentamente hacia las puertas de la consciencia. Algo en esa realidad en la que me había despertado había cambiado. Tenía el corazón desbocado; quizá me había visto inmersa en una terrible pesadilla, pero no conseguía recordar nada de lo sucedido en el plano onírico. Me liberé del laberinto de tela que se había enroscado en torno a mi cuerpo, me levanté y caminé hasta salir de la estancia. Todas las luces estaban apagadas y reinaba un silencio frío y profético. Busqué un resquicio de compañía racional que pudiera sacarme de ese trance pero no hallé más que la de mis pensamientos. Entonces una escena desgarradora vino a mi mente; no sé cuál fue el detonante, pero esa escena atrajo a otra y esta última a otra, hasta que se encadenaron cronológicamente y comprendí qué era lo que estaba sucediendo.

Un dolor agudo se instaló en mis sienes intensificándose con cada vínculo que me redirigía al pasado. Supe que nadie iba a aparecer; estaba sola, más sola de lo que nunca había estado. Yo misma había destruido a todos aquellos que habían osado acercarse pisoteando sus tentativas y esperanzas y anulando las mías. No podía permitirme el lujo de que urbanitas depredadores olfatearan un rastro de debilidad y los condujese hasta mí. El precio a pagar era muy elevado, pero aún así decidí empeñar mis sentimientos para comprar las tierras en las que construí mi reino.

Desde mis dominios veía los pueblos cercanos y las siluetas borrosas de otros castillos en la distancia. Cada cierto tiempo algún viajero bordeaba las murallas de mi fortaleza mirándola con curiosidad y desconcierto, pero ninguno se atrevía a acercarse y terminaban por perder el interés al comprobar que estaba cerrado a cal y canto.

Una noche, eludiendo a la guardia, alguien escaló hábilmente uno de los muros y se escabulló confundiéndose con las sombras, hasta alcanzar mis aposentos e irrumpir en ellos bruscamente y con altanería, sin importarle si había cometido o no una temeridad. Permaneció un instante mirándome con descaro, como si tuviera la certeza de que no alertaría a nadie y, para mi asombro, así fue. Algo irracional tomó el control de mi cuerpo e inhibió mi sentido común y el instinto de supervivencia. Me había incorporado en mi lecho cuando hizo acto de presencia y no me había movido desde entonces. Se acercó hasta quedarse frente a mí, se quitó la ropa y sin pedir permiso ni esperar consentimiento, se metió en mi cama, pegándose a mi piel... Nunca me había sentido tan abrigada pese a la desnudez. Nunca olvidaré esa noche.

De pronto tuve la certeza de que ese sentimiento que se había adherido a mi alma no iba a desaparecer. Sentía que me había corrompido, manchado, violado... Salí corriendo cegada por la ira y la desesperación sin importarme la dirección ni lo que dejaba atrás; necesitaba salir de mí misma, desligarme de cualquier emoción humana. Corrí hasta que mis pulmones demandaron una cantidad de aire que no era capaz de satisfacer y ahí, exhausta en medio de mi propio campo de Agramante, comprendí que la ausencia de la manifestación física no hace desaparecer a nadie ni a nada. Comprendí que había errado la causa y había perdido la guerra contra el peor enemigo imaginable, contra mí misma, quedándome sin ejército, sin patria y sin reino.