A cubierto, que llega la BaNalvidad
>> jueves, 25 de noviembre de 2010
En breve empezarán a bombardearnos con tintineos, guirnaldas, luces de colores y programas benéficos, lava-conciencias y engañabobos; las ciudades se llenarán de árboles y belenes y los belenes de borregos, que es lo que somos. Y por si a alguien el término borrego le retumba demasiado en el pabellón auditivo de su ego e ignorancia, lo dejaremos en… aborregados acólitos de una alegoría. Aunque pensándolo bien, mis disculpas para los borregos, sería como insultarles llamándoles humanos en sus caritas peludas.
Este año estoy haciendo todo lo posible para trabajar en Navidad. No tengo ganas de brindar porque una tradición estúpida diga que hay algo que celebrar. No quiero beber champán hasta vaciar la botella para dejar de sentir los pellizcos de los recuerdos en mis tobillos reclamando atención. Prefiero darle a otra persona que sí quiera celebrarlo la posibilidad y satisfacción de hacerlo, prefiero pasar esas horas y días ponzoñosos a solas con mi infestada soledad, sin convertirlo en una epidemia familiar.
Así que mientras el olor de esa cena anual se filtra al resto de la casa cada vez que se abre la puerta de la cocina yo prepararé mi mochila y me vestiré para la ocasión. Cambiaré la mesa del salón por la mesa de trabajo, el opíparo banquete por un par de sándwiches y el champán por café. Me iré antes de los semáforos en ámbar y caminaré por las calles atestadas de luciérnagas navideñas parapetada tras capas de GORE-TEX® y probablemente un paraguas. Me sentaré en el trabajo y veré como todos se van a sus casas sonrientes bajo sus bufandas e intentaré pensar que estoy haciendo algo útil mientras velo madrugadas.